Historia de una mujer guaraní y sus "huellas de una cabecita negra"
María Irma Ortellado Vive en el campo. Está cursando la primaria en una escuela rural para adultos junto a sus hijos. Como tantos otros norteños, se asentó en esta región soñando con un futuro mejor. Es una lectora inagotable y acaba de publicar un libro en el que relata su experiencia.
por Daniel Della Torre--------------------
dellatorre@lacapitalmdq.com.ar
María Irma Ortellado (48) se levanta todas las mañanas con los primeros destellos del alba. Cada día, mientras prepara mate amargo, recorre con la mirada el paisaje del campo donde sentó bases años atrás a unos cuarenta kilómetros de Mar del Plata.
La historia de esta mujer de origen guaraní, de gestos austeros y mirada profunda, revela por reflejo las vivencias de miles de hombres y mujeres que migran cada año hacia esta región con la idea de encontrar una vida mejor.
Lo curioso en Irma, y sin prejuicio alguno, es que atesora un riquísimo capital intelectual que adquirió durante años de lectura ávida y constante. Por sus manos rugosas y curtidas por el trabajo duro pasaron obras de los más variados autores de la literatura de todos los tiempos.
Hoy muestra con inocultable orgullo el libro que ella misma escribió y cuyo título sugiere un perfil asumido: "Huellas de una cabecita negra".
Nació en la provincia de Misiones, en un pequeño poblado cerca de San Ignacio. Es la más chica de una familia de ocho hermanos. Sus padres, una pareja de paraguayos mestizos, se dedicaban a cosechar yerba. Era muy pequeña cuando supo de las dificultades para enfrentar la vida entre la adversidad y la pobreza.
Recuerda que apenas tenía siete años cuando sintió en lo más recóndito de su ser que alguna vez le contaría a otros la experiencia que le tocó en suerte y el sacrificio que los suyos hacían para sobrevivir.
Aunque los hermanos estamos obligados a trabajar, recuerda que su madre, que era catequista, les exigía rigurosamente que concurrieran a la escuela. De ella heredó una profunda fe religiosa inspirada en el cristianismo y en la obra que los jesuitas dejaron en aquella región del litoral argentino.
Para Irma esa fue la base del conocimiento que hoy acredita. Quizás por eso está orgullosa de la arraigada cultura guaraní a la que pertenece y de la particular forma de vivir que tienen los indios.
Además, reconoce y valora el aporte de la escuela como herramienta para sostener una identidad tan fuerte que, entre otras cosas, le permitió ilustrarse para impedir "el avasallamiento de otras culturas".
Irma padece desde muy chica una enfermedad que le provoca cierto estupor en el cuerpo y aprendió, también, a convivir con ese trastorno que de alguna manera marcó su destino.
El gran paso
Cuando tenía dieciséis años su madre murió a causa de un cáncer. Fue entonces que los hermanos empezaron a migrar hacia Buenos Aires para buscar nuevos horizontes atraídos por los relatos de otros que se habían embarcado en ese proyecto. Ella les siguió los pasos. Y a poco de llegar a la gran ciudad encontró trabajo con casa y comida como otras tantas chicas de igual procedencia y origen.
Hoy cuenta que las familias del Conurbano "nos trataban de una manera familiar". Y trae a la memoria a una patrona que le prestaba libros para que se instruyera y continuara alimentando el interés por la lectura. En cambio, en
Una de esas familias la trajo a Mar del Plata. Tenía campos en Balcarce y aquí transcurrían sus vacaciones. Así fue como conoció a quien hoy es su marido, con quien se casó hace veinticuatro años. De esa unión nacieron dos hijos: Facundo (20) y Belén (16).
En la actualidad viven en el campo, donde
"Siempre leí mucho. Soy una librepensadora. Me gusta mucho la cultura oriental, Herman Hesse y todo tipo de libro que enriquezca el espíritu...", dice Irma en una calurosa mañana de enero.
Y advierte que en esta época "la pobreza de bolsillo se vive como una tortura. Creo que la verdadera pobreza es intelectual y espiritual, y por eso asistimos a tanta decadencia. Ser pobre de bolsillo no habilita para pegarle a un abuelo y sacarle lo poco que tiene...", reflexiona.
En "Huellas de una cabecita negra" (que consiguió presentar en la última feria del libro de Mar del Plata), Irma relata su intimidad como una forma de "ir sacándose la ropa", por momentos con crudeza, y en otros, con singular simpatía.
La historia de esta mujer no es muy diferente a la de muchos que vienen desde el norte a buscar un futuro y se enfrentan ante un mundo distinto donde las diferencias sociales se hacen sentir.
"Los guaraníes tenemos la autoestima muy alta. No sufrimos la discriminación porque la dejamos correr hasta con una sonrisa aún en las situaciones más límites. Yo soy morocha, gorda y pelo duro. A veces, cuando entro a un negocio en la ciudad, siento que me miran raro. Pero lo tomo con humor. Los del litoral estamos muy seguros de nosotros mismos. Sin embargo, nos gustaría cambiar muchas cosas?", dice.
La vuelta a la escuela
En 2009 Irma retomó la escuela primaria. Junto a sus dos hijos, concurre a un establecimiento educativo rural en "
El marido de Irma trabaja en el campo. Hace "changas" rurales en estancias de la zona. Lo ocupan para domar caballos u ordeñar vacas. La familia tiene casa propia en cinco terrenos que utilizan para la huerta, la cría de gallinas y las vacas de ordeñe. Los hijos también se dedican al campo.
Los cuatro empiezan la jornada muy temprano. Irma advierte que por la tarde "me gusta que los chicos lean pero no los fuerzo. Los tres estamos en el tercer ciclo de la primaria para adultos", afirma orgullosa.
"La vida me fue golpeando y enseñando a dejar de lado la soberbia, a intentar ser más humilde", confiesa la novel escritora. Entiende que la realidad en la ciudad es muy distinta a la del campo: "Me causan mucha gracias las telenovelas que muestran a chicas que llegan del interior para forjarse el futuro y con sus virtudes, a los tres días, tienen superados todos los problemas".
Esas historias de ficción sirvieron, también, para decidir a Irma a escribir su historia. Se autodefine como una "analfabeta electrónica". Lee durante el día o a la luz de la vela por la noche ya que no tienen luz eléctrica.
Cree que antes la enseñanza era más ortodoxa y que ahora tiene contenidos más agradables. Ve a las maestras "más humanas que antes", más cerca del alumno y dispuestas a hablar de todo tipo de problemas. Hasta no hace mucho sus hijos "apenas deletreaban y ahora avanzaron bastante".
La familia vive de lo que produce. Con la leche hacen un queso semiduro que compran los vecinos bolivianos de Colonia Barragán. También venden huevos y el 70 por ciento de la comida diaria lo resuelven con las verduras que sacan de la huerta: "La sociedad de consumo no vive sin dinero. Pero en el campo las cosas son diferentes".
Irma dice que hay que contener a los chicos. Y que la vida en el ámbito rural le permitió ser madre en un ciento por ciento. "Si en la década del ?90 hubiésemos vivido en una villa de emergencia, hoy mis hijos estarían revolviendo basura para comer".
"Pienso que este país sería distinto si la tierra estuviese mejor repartida. Hay mucha concentración urbana. Yo no se nada de política. Lo que veo como madre es que con un pedacito de tierra y un poco de infraestructura, mucha gente estaría mejor de lo que está y se evitaría tanta villa".
Según Irma, si los pueblos del interior pudiesen florecer, "tendríamos un país maravilloso. Estamos mediatizados por esta cuestión. Lo que hace falta es un cambio de mentalidad. Que la gente se pueda valer por sí misma, con otras estrategias", reflexiona.
Un sueño hecho realidad
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